10 octubre 2009

DEL PUERTO... (Por: Marcela Dávila)



La Cruz… en sus labios se dibujaba una sonrisa cada vez que a su mente volvía el claro recuerdo del Puerto de la Cruz.

Eran días de Julio en los que los pescadores se preparaban para la celebración de la virgen del Carmen, el aroma a chocolate inundaba las angostas calles de la isla y los cantos de las mujeres que ya preparaban sus vestidos para la noche de fiesta, se dejaban oír por doquier. Llegó en un barco proveniente de Cádiz, que bordeando de costa en costa el sagrado desierto del Sahara, tenía como destino final Santa Cruz de Tenerife en las Canarias.

Antes de todo aquello, nunca se había considerado hombre de aventuras, siempre tan inmerso en su formal empleo de Relacionista Público, puesto que desempeñaba para una compañía multinacional de plásticos en Madrid. Había logrado viajar y conocer diversos sitios del mundo desempeñando su profesión y por supuesto que no encajaba en el perfil de un iletrado; a decir verdad era bastante hábil en diversas áreas muy separadas las unas de las otras e ingenioso para la resolución de problemas, por ello su cabeza valía mucho en el mercado y sus créditos académicos y profesionales no mostraban menor mérito que eso, sin embargo, existía algo que aún no lograba encontrar, la pieza clave de la completa rendición que nunca se había dado el tiempo de alcanzar.

Así que Sí… un día muy similar a los demás, sentado tras el diario a cuya lectura se aferraba cada mañana para preservar en su mente la ilusión de no haber abandonado su gran pasión por la lectura… y ,ahí mismo, en absoluta contemplación de la taza de café que esperaba impaciente a que su mano derecha se decidiera a llevársela a los labios para beber su contenido, extrañó más que nunca el sabor de un beso y el cálido palpitar de unos labios contra los suyos en una tarde de verano. Pero el café le dejaba mal aliento, el diario era intrascendente y lo único que podía recordar de toda aquella ráfaga de repentino deseo era un nombre que alguna presencia atrapada en la calamidad de su propia perfección, residente de sus días, ya le estaba susurrando al oído… “Puerto de La Cruz”.

Movido por alguna clase de ansiedad que se presenta tras una secuencia de emociones reprimidas, casi tan absurdas como el acto de guardar lágrimas en frascos de gotas para ojos, se levantó de su asiento, arrojó el periódico en la silla y tomando su cartera, abandonó el café sobre la mesa; la puerta cerrándose tras de sí representó el inicio de toda aquella revolución.

Y está de más decir que tomó el primer tren a Cádiz y luego el transbordador… pero ahí estaba, hospedado en un pequeño hotel de la zona cuyos paquetes de fósforos llevaban impreso el nombre “Casa del Sol”. Y bien, lo había dejado todo atrás… el estrés de la ciudad, el periódico de la mañana, el café… el mal aliento… y sin embargo sus labios seguían tan ausentes de un beso como frente a la mesa de su cocina en el desayuno.

Salió a caminar por el pueblo. En la habitación su teléfono celular yacía apagado, por primera vez desde su adquisición hacía algunos años, y al otro lado de la línea entre tanta llamada perdida para cuestionar el motivo de su ausencia en el trabajo o uno que otro sujeto de traje con alguna importante posición, una llamada nunca entró… No registrados en su agenda, los ojos verdes que la efectuaron esperaban contactar al desconocido que había olvidado su billetera en el transbordador. Sosteniendo en una mano el auricular y en la otra la tarjeta de presentación que había hallado con una decena más al interior de la cartera del extraño, la joven terminaba la llamada y se decidía a seguir caminando por el puerto.

Y algún tiempo después, le hubiera gustado a cualquiera de los dos, contar la historia de cómo fue que el destino los llevó a encontrarse el uno al otro en ese pequeño rincón español, pero la realidad es que… aún estando tan cerca, aún habiendo cruzado sus pasos en la fonda “El Faro” en donde almorzaron, él al interior en una esquina del lugar y ella en el balcón con vista al mar, a la misma precisa hora del condenado día de julio, la propia búsqueda de lo inesperado no culminó en un romántico encuentro al estilo comedia “Holliwoodense” en donde los personajes son guiados por un macabro guionista que se basó en algún modelo extraído de los libros, para contentar al público con un final feliz.

Cuatro días fueron suficientes para que él comenzara a sentir el aburrimiento producido por la ausencia de la acción que su trabajo le otorgaba cada día, pues el diario y el café no lo eran todo, y la relación con los medios y nuevas personas era algo que en verdad gozaba. Sumido en tales reflexiones, comprendió que la mayor ansiedad había sido la de permanecer encerrado en sí mismo y, agradeciéndose el respiro, decidió volver a casa, alimentar a su pez y seguir con la vida tal cual la recordaba. En Madrid nada había cambiado sin su presencia, la fuente de Apolo seguía en su lugar y el Goya de bronce aún miraba inquisitivamente por el paseo del Prado, pero en la puerta de su apartamento, justo bajo el trece que enmarcaba el gris de su color, una nota escrita en tinta azul esperaba su llegada: “ Habéis olvidado vuestra billetera en el transbordador a “La Cuz” , para recuperarla : 91 394 208 Alina.

Extrayendo de su bolsillo el teléfono celular, marcó los números escritos en el papel y tras un par de tonos y una hermosa voz al otro lado de la línea, exclamó: ¿Alina?

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