20 febrero 2009

Del mañana y El Diablo (por Carlos Castro)

Llegué a las faldas de la prisión El Diablo horas después de que estallara la revuelta civil. Ya habían caído las cabezas de varios falsos líderes y gobernantes. Se rumoraba que para las próximas horas se desprendería, junto con su columna vertebral, la cabeza del presidente de la nación.

Yo estaba ahí para rescatar a mi madre, quien cumplía 10 años de cárcel por la negligencia de las investigaciones.

Desde aquel ángulo El Diablo semejaba un colosal cubo tallado en piedra negra.

Me acompañaba mi hermano menor, David. Cargabamos cada quien con una bazuca, diez granadas y municiones suficientes para simular una lluvia de estrellas.

Nos miramos y sonreimos. Las detonaciones que azotaban al resto de la ciudad simulaban una pieza musical de suspenso. El canto de la guerra.

Apunte la bazuca hacia la entrada principal. Mi hermano preparó su Aka. Respiramos en unisono. Jalé el gatillo.

Mi madre es inocente, debo aclarar antes de proseguir. Una mañana en camino a su trabajo alguien le robo su bolsa. Al día siguiente su bolsa fue encontrada junto al cadaver de una querida del hijo del diputado Jiménez. El Diablo era su hogar desde hacía ya dos años.

Los muros se simbraron al compás de la destrucción de la puerta. Las alarmas se activaron. Irrumpimos en una cascada de balas.

David y yo protegíamos nuestros cuerpos con trajes cuerpo completo antibalas. Al menos de que nos dieran con un cohete nada nos detendría. Habíamos estado planeando este atercado desde su detención. Iniciado con un balbuceo motivado por la espontaneidad y rabia de las noticias, cobró fuerza y lógica con el pasar de los dias. No teniamos nada que perder, madre era la única familia que nos quedaba.

Nuestras balas destruyeron los suaves y regordetes cuerpos de los guardias de esta sección. Nuestras granadas reventaron a otros como piñatas. Aquello era una fiesta. El confeti eran las viceras y sangre de los traidores. Jalaba el gatillo, lanzaba granadas y escupía con mi bazuca riendo. El abdomen comenzaba a dolerme.

Primero debíamos llegar hasta la oficina de El Diablo, director de la prisión desde su inauguración. Un temido ser, El Diablo. Nacido de burgueses que en sus infancias fueron golpeados indigenas. El Diablo creció creyendo plenamente es su divinidad. Tú has caído en esta Tierra para dominar, para establecer las reglas. Tú eres un elegido, hijo mío. Las palabras de sus padres y sobornados maestros lo volvieron casi indestructible.

Llegamos hasta su oficina. Apunte con mi bazuca. Acaricie el gatillo. Y antes de jalarlo una oleada de calor derritio la puerta y nos escupió a varios metros de distancia.

El Diablo se presentó. Su cuerpo se refugiaba dentro de un Todaysoldier.

Los Todaysoldiers, armas militares, habían sido creadas tres años atrás por el gobierno de la tiranía del norte. Creados para combatir sus ficticias guerras de paz, que solo habían traído la decadencia del mundo entero. Los Todaysoldier se amoldaban perfectamente al cuerpo del tripulante, quien al controlarlo aumentaba sus fuerzas a más de un mil porciento, ademas de que esta especie de armadura venía equipada con lanza granadas y metralletas.

Aún así, eran destructibles. Podían sangrar. Una mortal bestia después de todo.

Nos incorporamos y apuntamos con nuestras bazucas a sus puntos vitales. Disparamos y aquel lugar asemejo un nuevo big bang.

Me quedé sordo por unos minutos. Una columna de humo nos sofocó entre lo que quedaba de paredes. Caminé con sigilo, esperando a que El Diablo apareciera entre la niebla. Pero no se paró. Lo encontré partido en dos, riendo y diciendo a manera de mantra la siguiente oración: Soy El Diablo, el elegido. Me miró. ¿Eres un ángel? No, soy un hombre. El hombre que te ha quitado la vida. Y comenzó a bramar como cerdo. Saqué mi machete y le desprendí la mano derecha. Me miró con la duda de un infante. Necesitaríamos su huella digital para abrir la celda de mamá. Tomé una de mis granadas, le quité el seguro y se la metí entre las fauces, no sin antes dislocarle la mandibula.

Salimos de aquel colosal cadáver minutos después, mi madre cargando a mi hermano quien se había desmayado por el olor a muerte.

La revuelta aún sigue. Sin embargo, se pronostica su culminación. Lo podemos sentir en el aire. Se siente en el corazón.

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