17 febrero 2010

HOMBRECILLO ( por Minerva P.Bañuelos Càrdenas)


Aún no puedo concebir la ingeniosa estupefacción que me atrajo ese ser humano.
Estaba desilusionada por no encontrar esencia autentica en los individuos; por no sentir una excitación imperante en el momento de querer conversar con alguien; por no vibrar de emoción para poder inmediatamente, caminar por la urbe y poder perder la noción del tiempo.
En una tarde lluviosa me esperaban el tiempo y el espacio, una sorpresa…
Salí de la biblioteca pública, iba sosteniendo un paragüas de segunda; regalo de mi abuela Lola de su viaje a Los Ángeles. Me sostenía firmemente a él, para no caer entre los inmensos charcos encapsulados. Mis pies estaban como paletas en el freezer, me exigían una calurosa guarida. A la siguiente cuadra, me encontraba en un café tradicional de la ciudad; siempre que pasaba por allí, sentía la inmensa curiosidad de sentarme a observar a los dinosaurios sabios. Sin embargo, todo el tiempo tenía algo en mente para hacer y, nunca me lo permitía. Ese día ya había llegado. Abrí la puerta grisácea y crucé la frontera etárea. Pensé que alguien se sorprendería, que algún individuo me vería con resentimiento o lástima. Pero no. Todos estaban concentrados en sus libros, en sus periódicos, en sus conversaciones intelectuales, en sus tertulias. Todos cantando unánime una misma melodía. No había tiempo para voltear a ver a una jovencita con los zapatos ahogados por las melancólicas lágrimas de las nubes. No existía la posibilidad de importarles ver mi vestuario excéntrico, combinado con un cabello abultado de escopeta. Yo era un ente más, que osadamente se arriesgaba a olfatear: ropero añejo con libros húmedos, fusión de colonia de aramis (regalo quizás de sus nietas) con cigarrillos delicados. Tal vez pensaban que la juventud no tenía nada de extraordinario, que por lo contrario, la esperanza de crear movimientos intelectuales revolucionarios, se habían mermado por la falta de crítica y reflexión. Aunque indudablemente, ésa, no era toda nuestra culpa, y dicha suposición me entretuvo unos minutos parada frente a la barra de la maquina de expreso. Empecé a analizar el por qué de la ausencia de las frescas mentes, deduje, que tal vez aquí no hablaban el mismo lenguaje y que probablemente ellos eran culpables de nuestra apatía, puesto que, no compartían su conocimiento más que con sus contemporáneos, y que de todas las veces que pasaba por allí, ni un letrero escrito en letra bastardilla incitaba a la dormida sociedad para acercarse a un círculo de estudio o conversación que ellos hacían. Porque si bien, Aristóteles dijo algo cierto: “todo aquello que de imitar al ser humano, extrae un placer cuyo gozo es connatural a su carácter, así como también su mero gusto por aprender”. Y por lo consiguiente, me parecía que también ellos se habían encerrado en un paradigma, al creer que todos éramos iguales y no sentíamos la inquietud de buscar conocimiento. Eso los convertía en intelectuales egoístas e inmovibles parásitos, que pensaban que la gente importante, solamente había surgido en los pasados siglos y que un posible aparecimiento de grandes ideas, era una superflua utopía.
Dejé a un lado mis sigilosas inferencias y ordené una taza de té de paciflora, mientras mis pensamientos seguían multiplicándose. Después de depositar dos cucharadas de azúcar a mi bebida. Algo intrigante sucedió, parecía como si el fantasma de la ópera se hubiese apoderado dentro del café., se apagaron los focos y apareció una luminosidad cenital, en la última mesa de la hilera lateral. Alguien en la lejanía de la ínfula intelectual, estaba reposando su masa corporal en un sillón deshilachado color cobre. La diáfana luz me permitió distinguir unas pálidas manos que sostenían un tazón de café. En un repentino movimiento, su rostro fino permaneció fijo hacia mí; sus ojos pequeños, ocultos entre sus anteojos de fondo de botella me observaron sin recelo, de lo contrario, sentí que me habían visto unos cuantos segundos con cierto aire de indiferencia y luego, volvió a plasmar sus labios delgados en la superficie de porcelana. Tenía una tez clara, su camisa color verde seco se reflejaba en sus lisas mejillas, su pantalón amarillo paja combinaba con sus botines color caquis. No tenía nada diferente que hiciera reírme discretamente de él, excepto de su cabello teñido por un tinte corriente del supermercado, creo yo, que lo hacía para ocultar sus plumillas de nieve y contrastar con sus perlas amarillentas desacomodadas por falta de un tratamiento odontológico. ¡Ja! Y s u compacto cuerpecillo como el de una maleta vieja. Pero estas características eran comunes entre los transeúntes de la ciudad. No existía visualmente una rareza que sobresaltara mi curiosidad. Sin embargo, me inquietaba su obvia timidez y su despiste genuino. Ese ser vivo, irradiaba una singularidad inexplicable, y yo por fin estaba en lugar y el espacio para descifrar dicha seducción. Sí, de aquél hombrecillo.
CONTINUARÀ, TAL VEZ...

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