Helena Fatum.
Eran las palabras que encabezaban aquel sábado, el espacio más grande ocupado en la sección de obituarios publicado en el periódico “El Universal”.
Costoso… Juzgó el redactor de anuncios de fenecimiento del diario en cuestión, cuando el sacerdote de la parroquia de San Martín se apareció en su oficina para solicitar la publicación de la esquela de Ella.
Helena… el párroco pronunciaba su nombre casi con el eco característico de un bolero o un antiguo tango de Gardel, melancólico, extraviado en el extraño desvelo de la soledad, agobiado por un pasado que quizás el joven redactor que ya le entregaba la forma para llenar con los datos de la difunta, nunca conocería.
¿Una amiga suya? Cuestionó éste con disimulada curiosidad. Ya hastiado por el yugo de la mentira, el padre tomó asiento frente al escritor como quien se prepara para lavar sus pecados en confesión.
Fue al inicio de la primavera que la conocí…era otro marzo tan bello como marzo ésta ciudad puede llegar a ser. Salí a caminar tras el sermón de la mañana a un parque lejano, con la esperanza de encontrar refugio a mis confusas emociones en el anonimato de estas calles. Y ahí estaba ella, sentada en una banca con su vestido azul, perdiendo la mirada entre los eucaliptos y yo estaba presente también y había dejado el hábito en casa y la humanidad que me visita de tanto en tanto latía dentro de mí con el deseo de hablarle y sólo por un instante, ser un hombre, a sabiendas de que no nos volveríamos a ver después de eso.
Charlamos toda la tarde hasta que las estrellas marcaron la hora de la despedida, aunque en mi interior había una voz que me pedía conocer su paradero para una futura cita, mi vocación fue más fuerte y volví a la parroquia pensando en ella, sin que la dama que dijo trabajar en un restaurante supiera mi condición de sacerdote.
Los meses transcurrieron y el otoño arribó, las hojas se arrancaron de los árboles pero no el recuerdote ella de la mente del párroco, que viajaba de vez en cuando a una fantasía y a aquel vestido azul, rondando por los cafés y restaurantes aledaños al parque con la esperanza de encontrarla.
Un buen día en el cual daba confesiones en la Parroquia de San Martín, un perfume familiar apareció tras la cortina del confesionario, se hincó e inclinándose hacia delante permitió que el sacerdote reconociera la imagen que al principio creyó ser una alucinación. Era Ella, la joven del vestido azul, narrando sin poder ver a su receptor, los eventos que en pocos segundos el párroco reconoció como las confesiones de una prostituta.
Mientras ella hablaba, él se transformaba en el hombre que desde la visita al parque extrañaba ser, y no pudo por tanto evitar cuestionarla sobre los detalles de su profesión que sin chistar ella respondió.
Las nochs fueron un tormento para el padre a partir de entonces y sus demonios surgían de la oscuridad para tentarlo a ser un mortal una vez más. No muchas lunas más transcurrieron antes de que él hallara sus pasos andando por la calle de Moneda, en donde ella reveló durante la confesión que trabajaba, y se presentó en sus aposentos habiendo pagado ya la cuota al respectivo padrote, que Helena exigía por sus servicios.
Al reconocerlo ella como el sujeto del parque, algo invisible cambió en su mirada, era una jugarreta del destino que se encontraran frente a frente y que el contacto de la piel de Helena lo incitara a ser al fin él mismo y su calor lo atrajera hacia sus labios y esos labios al deseo y aquel deseo le impidiera continuar con el juego de caricias para confesarle a la hermosa prostituta que le había hechizado los sentidos, que él era en verdad un sacerdote. Ella, confundida al principio, lavó su llanto, lo escuchó y con ternura lo guió por la noche de lo que representaría el inicio de una relación que cada viernes tenía su clímax en la fusión de sus deseos y el amor que inclusive comenzó a nacer entre ellos. Él era un hombre y ella sentía que cada encuentro era un paso mas cerca del paraíso.
Así transcurrieron los meses hasta que un viernes casi al término del invierno, en una visita más a la calle de Moneda, Helena no esperaba más… Un día antes del encuentro su luz se vio truncada por el arrebato de un violento cliente, quien la dejó agonizante en el lecho de su profesión, para ser descubierto el cadáver a la mañana siguiente.
Con las ideas confusas, el párroco buscó por todas las iglesias de la zona una misa que en su nombre elevara las plegarias para la salvación de su alma, encargada por algún familiar de la víctima, pero no la encontró, ya que Helena existía en la soledad más pura del ser humano, ajena a amistades y familiares.
Cansado y abandonado a la suerte de sus pensamientos, aquel hombre que había dejado ya de sentirse como un sacerdote, marchaba por las calles sin rumbo, despojado de un hábito para volver a casa el sábado por la mañana y dirigirse más tarde a la oficina de “El Universal” buscando dar a su anónima amante el último adiós y a su triste corazón que se sabía deshecho y decidido a dejar el sacerdocio definitivamente, un consuelo, con las únicas palabras que siempre recordaría de la prostituta: FATUM; las hijas de la noche que personificaban al destino, solía decir ella, se lo había dicho un cliente una vez y ahora se revelaban ahí, como un fatídico hecho que no pudo haber sido cambiado.
HELENA FATUM.
DESCANSE EN PAZ.
30 marzo 2009
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